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Mostrando entradas de marzo, 2011

Cientouno (101)

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+ Ciento uno es un número impar que sugiere infinitud y un tanto más. Al igual que las “mil y una noches” arabes que Borges propone como la adición de la unidad al infinito.  Tan desmesurada magnitud me recuerda el grito de batalla del guardián espacial de la película Toy Story , Buzz Lightyear: "Hacia el infinito y más allá." En todo caso, a mi juicio, pasar de cien es mucha gracia, ya sea en años -de buena o mala vida-, o en número de entradas de un blog. Y he llegado -quien lo creyera- al cabo de un año exacto del nacimiento de este blog, a la entrada número ciento uno. Acaso mi persistencia en mantenerlo vivo -con gran esfuerzo- sea su único mérito. El maestro Baldomero Sanín Cano sostenía que el hombre escribe libros de viajes para liberarse de la atracción terrestre. Y en efecto, al hacer el balance de los mejores libros que se han escrito, uno cae en la cuenta de que todos son libros de viajes. Yo no soy un escritor, claro está. Pero sí un peatón inve

Buzón de correspondencia devuelta IV

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Hay cartas que nunca se escribieron, cartas que nunca se enviaron y cartas que nunca llegaron. Hay asimismo cartas que nunca se leyeron, cartas ficticias con motivaciones reales y cartas reales con motivaciones ficticias, epístolas, en fin, que retornaron, después de un periplo por la imaginación afiebrada del peatón, al buzón de correspondencia devuelta. "Abierta a golpes de la mano mía,  tengo en la plenitud de la montaña  una faja de tierra labrantía,  y levantada al fondo, mi cabaña".  León Safir AVALÚO CATASTRAL POR LAS NUBES Señor Director del Catastro: He recibido con algo de estupor el avalúo catastral de mi único bien terrenal: un pedazo de tierra. Aunque la mía no es labrantía -está poblada de bosque nativo-, ni queda en las imponentes montañas de Antioquia, como la del bardo popular, si tengo en la hermosa orografía boyacense un trozo de planeta oculto bajo un manto de niebla. Es un predio esquivo y pudoroso que no se deja ver de los satélites voy

Reconciliación

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Doña Ku es una hermosa dama mexicana -en cuerpo y alma- que se ha dedicado a compartir la esperanza en el ciberespacio a través de sus buenas letras.  De otra parte, algunos visitantes de este humilde espacio consideran que el humor de mis escritos es con frecuencia negro o pesimista; aunque, haciendo una autocrítica retrospectiva, debo conceder a mi favor que en la mayoría de las entradas publicadas subyace la esperanza. Pero esa esperanza, acaso más valiosa, del que está al borde del abismo y que, pese a la adversidad, no renuncia a su empeño ni a sus sueños; del que asume con valentía su lucha contra el absurdo allí donde otros abdicaron al privilegio de ser humanos. De esa estirpe de esperanzados es doña Ku. Si bien mi entrañable amiga mexicana -individualmente considerada- no está hoy al borde del abismo, si ha tenido a lo largo de su vida experiencias difíciles que no lograron minar su esforzada determinación. De allí emana la autoridad de su mensaje de esperanza y reconciliac

Guía zurda de Bogotá XI

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El Café San Moritz: con setenta años y gozando de cabal salud (2.007) Sólo Dios sabe como fui a parar a ese nostálgico lugar. Acaso fue por una azarosa desviación en mi rumbo habitual hacia las librerías de viejo del centro. Lo cierto es que merced a una apremiante necesidad fisiológica me apercibí de que, el Café “San Moritz”, fundado por un alemán en 1.937, está cumpliendo setenta años. Pese a que, como dicen sus clientes habituales, “una gran ventaja del San Moritz es que el servicio sanitario para aguas menores es gratis” , a uno siempre le da pena usarlo sin consumir nada. Conque después de aliviar mi apuro pedí un café excelente, de esos que sólo una cafetera italiana de la mitad del siglo veinte puede preparar. Pero antes de continuar con la crónica, es menester hacer una precisión geográfica: el Café “San Moritz” no queda en los Alpes Suizos. Está ubicado en la calle diez y seis, ganando ya la carrera octava de nuestra querida Bogotá, entre sórdida y bohemia. No

Buzón de correspondencia devuelta III

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“No hiléis memorias tristes en este aposento oscuro que cual gusano de seda morireis en el capullo.” Góngora, 1.582 Hay cartas que nunca se escribieron, cartas que nunca se enviaron y cartas que nunca llegaron. Hay asimismo cartas que nunca se leyeron, cartas ficticias con motivaciones reales y cartas reales con motivaciones ficticias, epístolas, en fin, que retornaron, después de un periplo por la imaginación afiebrada del peatón, al buzón de correspondencia devuelta. Don Casimiro: Salvo mejor cuenta de su memoria, usted y yo coincidimos hace cinco años en un hotelito para viajeros de la ciudad de Barranquilla. Yo regresaba a mi habitación al final de un día caluroso y frustrante -después de haberme estrellado inutilmente contra las paredes impenetrables de la burocracia local-, cuando usted me abordó en el pasillo del tercer piso. Eran casi las nueve de la noche, y por supuesto me sorprendió su insólita presencia, más aún al mencionar que me estaba esperando desde hac

Todo por ellas, nada sin ellas

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Para todas ellas. (8 de marzo) ¿Que fueron la causa de nuestra expulsión del paraíso?, lo dudo. ¿Que somos apenas una extensión de su vientre frutal?, estoy seguro. Difícil hallar en el mundo tanta generosidad, mayor inteligencia, inminente poder, paradójica vulnerabilidad, insuperable hermosura. Ellas se trajeron el edén puesto encima el día del desalojo. Y también el abismo, por si acaso. Pero nosotros, miopes inveterados y estultos, continuamos buscando entre las sombras la Arcadia perdida. Foto de H. Darío Gómez, septiembre de 2010

Sin brújula por los cafetines de la novena

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Bogotá está ubicada 2.600 metros más cerca de las estrellas según reza el eslogan de las guías turísticas. Treinta escalones más abajo está el subfondo: en el sótano de la bolera de San Francisco y en los bajos de los cafetines cercanos a la Avenida Jiménez con novena que constituyen el ágora de nuestro subsuelo. Sobre estos últimos vale la pena mencionar que son, a mi juicio, herederos de los establecimientos “non sanctos” de la primera mitad del siglo pasado. En efecto, muy cerca de allí, en la carrera octava entre calles once y doce quedaba la “calle de Florián”, sitio de perdición que inspiró a más de un vate de cafetín, -generalmente estudiante de provincia-, para escribir sonetos cursis como el que aparece más adelante, cuyo autor original desconozco, pero que recitó mi pariente y amigo Rodrigo Peláez en una reunión familiar –ambos estábamos a la sazón con más de un aguardiente encima-, y he intentado reconstruir en mi memoria nada confiable. En circunstancias c