Metamorfosis de los Cines


(créditos foto: ruinas del teatro San Jorge -vestigios de Art Deco- , carrera 15 con calle 14, Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.)

Donde se habla de la extraña mutación que sufrieron los cines en Bogotá,  y el peatón pela  el cobre  evidenciando  su cursilería  con algunos recuerdos de antaño.

En Bogotá llamamos cine al séptimo arte, pero también al lugar donde se exhiben las películas.  Mi abuela Sofía, sin embargo, iba al cinematógrafo. ¡Que hermosa palabra! Ella es en sí misma un poema. Mas si yo dijera hoy: ci-ne-ma-tó-gra-fo, pasaría por anticuado o cursi, que para el caso lo mismo da. Qué le vamos a hacer; aun así me encanta esa palabra. La tengo guardada en una libreta de apuntes  -atada con una cinta elástica- junto a otras que también me gustan. Debo confesar que algunas veces escribo entradas de blog por el simple placer de escribir las palabras que me suenan bonito.  No se me puede culpar por esa inocente banalidad. Otros coleccionan latas de cerveza, láminas de Panini con los astros de la “champions league”, fotos de muchachas desnudas, qué sé yo, algo para contemplar en la intimidad. Yo colecciono palabras. Así, por ejemplo, tengo en mi colección la palabra “barrita”, pero no el diminutivo de barra, sino la tercera persona del presente indicativo del verbo barritar, que, dicho de un elefante, significa dar barritos. A su vez, "barrito" es el berrido del elefante, no un barro pequeño. Y digo que no me gusta “barrita” como diminutivo de barra, porque la barra debe ser siempre grande y generosa en todas sus acepciones. No me imagino yo una barrita de abogaditos o una barrita de oro; menos todavía una barrita de amiguitos, una barrita de chocolate o la barrita de un bar donde no pueda uno acomodar los codos para descargar la abulia.  Con todo, la palabra barrita en el sentido que me apetece resulta muy pequeña para el berrido del elefante, que, como todos sabemos, es un animal alucinante y descomunal. Pero ese es otro problema.  Lo difícil es acomodar la palabra que me gusta en los textos que escribo. La saco de mi libreta, ella se despereza –pues se encontraba muy a gusto arrellanada en una hoja-, la tomo por uno de sus bracitos con una pinza e intento acomodarla en un párrafo, pero es en vano.  No se deja. No se acostumbra a esa nueva “barrita de amiguitas”, de modo que toca volverla a guardar en la libreta -las palabras son caprichosas-. Pero el daño ya está hecho y el texto se publica.

Y hablaba de los cines.  En cualquier caso los cines,  o mejor, los ci-ne-ma-tó-gra-fos de Bogotá han ido desapareciendo para ceder el paso a las impersonales salas “multiplex” –qué palabra tan fea-,  embutidas en los centros comerciales no sin antes sufrir aparatosas metamorfosis.

En efecto, los cines de antaño –los cinematógrafos, ¡cómo me gusta esa palabra!- tenían su acceso desde la vía pública. Eran frecuentes  las filas kilométricas de personas los días de estreno, cuyo estoicismo admirable superaba las contingencias del clima. Sin duda eran verdaderos cinéfilos los que se criaban entonces. Los principales  cines de Bogotá quedaban en el centro de la ciudad y algunos en Chapinero.  Pero también los había de barrio, y eran los mejores; no en elegancia, claro está, sino en felicidad.  En estos entrañables refugios de la infancia y la adolescencia se intercambiaban “comics” y láminas de farándula, se casaban peleas con otras barras, -otra vez las barras- se amaba y se pecaba con intensidad, en suma, se soñaba y se ejercía la alegría con fundamento.  A riesgo de parecer nostálgico citaré  algunos cines de barrio: Arlequín, Cádiz, Miramar, Castellana, Americano, El Lago, Almirante, Chicó, Patria, Roma, Minuto de Dios, Santafé, Palermo, Pablo VI, Adriana, Trevi, Lucía, Avirama.    Las listas son por lo general excluyentes, falibles y caprichosas, así que me excuso de antemano por las injustas omisiones de la memoria.

Un día cualquiera, sin reparar cuando, los cines de Bogotá iniciaron su extraña metamorfosis. De tal suerte, estos templos sagrados donde alguna vez fuimos a ver a Charlton Heston en “Ben-hur”, se convirtieron por causa de nuestra infidelidad en “tarros” -así eran llamados los cines continuos con funciones rotativas- que exhibían dobletes de película mexicana con cine porno. Más próximos a su extinción, hubo cines que mutaron en galantes salas de “streptease” que alternaban con la exhibición de películas triple equis -¿recuerdan el Apolo en la calle diecisiete?-.  Hoy sobreviven algunos “convertidos”, si el término se admite, en iglesias apocalípticas para dejar de sufrir, o en tugurios comerciales.  Mas a pesar de todo, y merced al rescate oportuno de amantes de la cultura, unos pocos cines de antaño conservan su dignidad. Me llegan a la memoria: el Faenza con su vernáculo estilo  art nouveau;  el Arlequín, el Santafé, el Comedia, el San Carlos y la Castellana entregados felizmente a las tablas; el Cádiz incrustado en el corazón del Centro Nariño -y en el mío también-, el Minuto de Dios con su nombre tan metafísico. En fin, no son muchos más, pero nunca menos en mi inventario de linternas mágicas, donde alguna vez vi y oí barritar a  Tantor, elefante amigo de Tarzán -el  hombre mono de Edgar Rice Burroughs-.  Porque, como todo el mundo sabe, el elefante barrita. Fade out.


Comentarios

  1. Cine Avenida: Este cine estaba en pleno centro de la Ciudad, en la Avenida San juán de Letrán (a la que le quitaron su lindo nombre y hoy se llama Eje uno norte ¡puajjj!
    Mi padre me tomaba de la mano y entrábamos al cinematógrafo, se acomodaba en la butaca y ¡a dormir!, mientras su hija se atiborrababa con las series de dibujos animados. Ahí vi "Fantasía", "La bella durmiente", "Cenicienta" y miles u miles de caricaturas que llenaron mis ojos y poblaron mi imaginación de niña.
    Cuando terminaba la función, despertaba a mi papá y salíamos a la calle, atravesábamos la avenida y entrábamos a "El Moro", esa antiquísima churrería donde saboreábamos los sabrosos churros y el no menos sabroso chocolate.
    Ninguna niña era más feliz que yo, después de esas sesiones de cine y churros.
    Yo de nuevo:DK

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  2. Hola Dario, como siempre felicitaciones por tus escritos. En el Teatro Cádiz también comparte tus afectos y por eso seguimos trabajando para que no caigan estos espacios nuevamente en el olvido.

    Un abrazo.

    Fabián Acosta
    Director

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  3. Tía Ku. Me alegra mucho tenerte de nuevo por acá, pero sobre todo, que esta entrada te haya evocado recuerdos queridos de la infancia. definitivamente nuestros pueblos latinoamericanos son muy parecidos. Un fuerte abrazo.

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  4. Apreciado Fabián, gracias por tus palabras. Sin duda el proyecto -feliz realidad, hoy- cultural del Cádiz es un ejemplo de dignidad, trabajo, creatividad y persistencia digno de imitar. Un fuerte abrazo.

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  5. Que tema tan lindo pero,¡ay!, tan nostálgico, Darío. Me hiciste acordarme del teatro México de Quito, que en su momento fue de los más modernos de latinoamérica. O el Bolivar, elegante, pero tuvo su triste historia. Me gustó mucho tu estupenda narración de las palabras (una narración dentro de otra) estupendo.

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  6. También estaba Chita la mona de Tarzán y se le olvidó contar que el Tarzán de las peliculas de cine de nuestra infancia era Jonny Westmuller además un campeón mundial de natación. Yo vi esa pelicula en un matinal del Miramar al frente de la iglesia de Santa Teresita.

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  7. Si, Dolores, los cinematógrafos son necesariamente nostálgicos. He allí su encanto.

    Don Danilo, tengo mis años, pero no tantos. El Tarzán que me tocó a mí fue David Carpenter, en "Tarzán en las minas del rey Salomón" (1,973), película que vi en un matinee del teatro El Lago. Creo, eso sí, que este Carpenter también era nadador como su J. Weissmüller.

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