Pasaje redondo (cuento) pseudo odisea por entregas, (I) primera entrega

“Como todos los grandes viajeros -dijo Essper- yo he visto más cosas de las que recuerdo y recuerdo más cosas de las que he visto”
Disraeli



Por: H. Darío Gómez A.

A instancias de mi hermana -siempre protectora- estoy aquí sentado frente a la computadora, intentando iniciar un diario para consignar en él mis reflexiones, esperanzas y frustraciones. Según ella, con este ejercicio “literario-espiritual” podré disipar las sombras que se ciernen sobre mi alma, dejando aflorar los sentimientos positivos que todavía subyacen -cree la pobre- bajo la coraza burda e impenetrable con que he blindado mi existencia.

Debo confesar que me resulta difícil acometer un proyecto de tal magnitud, más aún cuando soy refractario a manifestar mis opiniones sobre cualquier tema, no tanto por prudencia, como por un mezquino desdén que evidencia mi falta de interés por lo que sucede a mi alrededor. Nihilismo trasnochado lo llama mi hermana. La verdad es que siempre he tenido una ridícula aversión por lo que se me antoja cursi: los diarios personales me parecen concebidos únicamente para quinceañeras soñadoras que los llenan con anécdotas insípidas en el “Hard Rock Café”, o con citas grandilocuentes y manidas de Paulo Coelho. Con todo, me he propuesto sacar adelante este diario, más por disciplina, que por convicción acerca de sus propiedades terapéuticas.


LLAMADME DANIEL

“…no vayas, pero si tienes que ir saluda a todo el mundo.”
William Saroyan (Cartas desde la Rue Taitbout)

Compré un pasaje redondo (Bogotá – Miami – Bogotá), consciente de que no utilizaría el de regreso. Lo hice, sin embargo, para no despertar sospechas entre los funcionarios de inmigración a mi entrada a los Estados Unidos, ya que mi visa era de turista.

Después de varios meses de reflexión y con mis restos de fortuna en el bolsillo, se me ocurrió que la única salida para acabar con el desempleo de casi un año era viajar al país del norte. Así que vendí a pérdida o regalé los bártulos salvados de mi naufragio personal y me embarqué a la Florida en un vuelo de COPA vía Panamá. Guardadas las proporciones, me sentía como el "Ismael" de Melville zarpando del puerto de Nantucket para huir de una vida vacía y sin esperanzas, como la de tantos colombianos de clase media que fuimos educados con esfuerzo enorme -incluso a costa de la ruina de nuestros padres- dizque para dirigir el país, cosa que, evidentemente nunca logramos. Mi padre que hasta el día de su muerte albergó la esperanza de verme prosperar en mi bufete de abogado, creía asimismo que mi don de gentes -como candorosamente lo llamaba-, combinado con el buen juicio que me atribuyen, podrían hacer de mí un extraordinario hombre público. Sobra decir que no pude cumplir con la promesa que en tal sentido le hice, in artículo mortis, pues las circunstancias económicas y políticas del país que propiciaron la exclusión social y la concentración del poder y la riqueza, hicieron que me estrellara contra el piso. Mi padre, a pesar de todo optimista sobre el futuro del país -al fin y al cabo conservador-, consideró mi salida de Colombia como un acto de cobardía e insensatez, pero preferí desilusionarlo a continuar en el país al lado de tantos compatriotas erráticos y orgullosos como yo, miembros de una clase media-alta convertida en vergonzante de la noche a la mañana.

Salí de Bogotá un domingo al medio día en un vuelo lechero que hizo escalas en Ciudad de Panamá y en San José de Costa Rica. Durante el viaje tuve que compartir la banca con un ejecutivo de ventas que rebosaba felicidad en su primer viaje de negocios a Miami por cuenta de la Compañía.

-La ventaja de Miami es que está muy cerca de los Estados Unidos -dijo a manera de chascarrillo. Y le asistía algo de razón, porque en el sur de la Florida es difícil encontrar angloparlantes.

-Seeemm, y además es posible encontrar allí uno que otro gringo, -respondí irónico.

El vendedor de marras debió notar el tono desdeñoso de mi respuesta pues no volvió a hablarme durante todo el trayecto. Siempre me ha llamado la atención el sentido acartonado de dignidad que tienen los vendedores: ponen su mejor cara para romper el hielo e iniciar la venta, continúan con una sonrisa cálida al comprobar que han cautivado nuestra atención, y no cesan de alabar nuestra clase e inteligencia hasta asegurarse de que hemos estampado nuestra firma en un programa de tiempo compartido en las islas Bikini o en una póliza de exequias que incluye, sin costo adicional, la despedida del difunto con Mariachis. Mas si no logran captar nuestra atención después de atacar con su artillería meliflua, se retiran con insolencia y nos dejan en paz dirigiéndonos esa mirada compasiva que se merece según ellos todo perdedor; o loser, cómo no, esa palabrita lapidaria que pusieron de moda las series de televisión sobre “teenagers”, y que determina la anulación del individuo en el mundo excluyente y banal del culto al éxito.

Después de casi seis horas de tedioso viaje llegué al aeropuerto internacional de Miami donde nadie me esperaba, salvo una cadena interminable de pasarelas eléctricas que me hicieron recordar a Ramón Gómez de la Serna cuando afirmaba que: “me inquieta esa sensación de inmovilidad sin saber que estamos siendo irremediablemente conducidos hacia la fatalidad”. El oficial de inmigración fue tan soberbio y previsible como sólo pueden serlo estos sujetos, que, piadosamente, creen ser los custodios de las puertas del edén, los guardianes del destino, los hados de la fortuna. Los detalles del proceso resultan entonces innecesarios: una mirada inquisidora inicial, las preguntas de rigor, la revisión de los documentos de viaje, el suspenso de la espera ante la pantalla de la computadora, y finalmente la sonrisa bonachona de quién nos premia, tal vez sin merecerlo, con una entrada temporal al paraíso terrenal: la I-94.

(continuará en la próxima entrada)

créditos foto: de TillinKa, www.flickr.com

Comentarios

  1. Las historias de emigrantes siempre son interesantes y llenas de vicisitudes. Esta pinta bien.

    ResponderEliminar
  2. Ya había leído tu relato, querido sobrino y me pareció apasionante, me alegro de volver a leerlo.
    Recibe mi cariño de siempre: Doña Ku

    ResponderEliminar
  3. Gracias, Danilo. En efecto, existe una nueva raza de hombres sobre la faz de la tierra: los apátridas. Son personas que al emigrar pierden en la práctica su nacionalidad, y por ende todos los derechos inherentes a la ciudadanía. Es una situación muy precaria.

    ResponderEliminar
  4. Tía Ku: si, resolví publicarlo por entregas para compartirlo con los amigos. Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  5. internetshop eigen hobby webwinkel beginnen

    Here is my blog post: webwinkel beginnen informatie

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Cien años del barrio San francisco Javier de Bogotá, AMDG

De Boyacá en los campos… el tejo, nuestro deporte nacional

Bulevar Niza cambió sus gratas terrazas por más locales comerciales