Sin brújula por los cafetines de la novena II (continuación)


Jeimy

En el “Gran París”, un cafetín de la novena con calle quince, atiende una copera que lleva por buen nombre, Jeimy. Es una rubia natural, llamativa -como lo requiere su oficio-, de unos cuarenta años de edad, rostro amable aunque cansado, y marcado acento paisa.

Yo entré al establecimiento de marras un viernes por la tarde con el ánimo de realizar trabajo de campo –como suelen llamar los etnógrafos a su dolce far niente-, para documentar una serie de historias sobre los cafetines que subsisten en el centro de Bogotá. Jeimy se acercó para tomar mi pedido esgrimiendo una sonrisa franca. “Un tinto”, le dije; entonces ella se dirigió a la barra, desembolsó una ficha de la carterita escondida en el seno y se la entregó al barman. El hombre procedió enseguida a servir el tinto. En Colombia, Ecuador y Venezuela le decimos tinto a la infusión de café negro; en el resto del mundo el tinto es un vino, pero eso no importa mucho para la historia -me dije-. Luego me reí de mi inveterada tendencia a la digresión. Sin dilación alguna la mujer me extendió la taza con un movimiento gracioso de su mano cuidada con primor, tal vez por una manicura.

- ¿Cómo te llamas?, -inquirí.
- Jeimy.
- Ah, como Jaime Sommers, la mujer biónica.

Ella sonrió con desdén y al instante comprendí lo estúpido de mi comentario, tanto mas cuanto que yo mismo he sido víctima de babosadas similares por el hecho de llamarme Darío Gómez. Sí, como el “rey del despecho”. La invité a sentarse en mi mesa para conversar un rato, pero ella me advirtió que eso sólo sería posible si consumía al menos media botella de aguardiente o ron, o si la invitaba a una copa. “De allí ha de venir el nombre de copera”, concluí lo obvio. Así que pedí media de Antioqueño.

El “Gran París”  es un local oblongo ubicado en el segundo piso de un edificio roñoso al cual se accede por una escalera angosta y empinada de veintidos gradas. En su interior hay tres filas de mesas acomodadas torpemente a lo largo de la estancia, como un pelotón de infantería bajo la férula de un sargento obeso y peluqueado al rape, quizá el dueño del negocio, que, además de barman, cumple la función de ordenar a las muchachas -sentadas perezosamente en las sillas de la barra, como colegialas en recreo- que se levanten para atender a la clientela. El sujeto en cuestión parece un director de orquesta que organiza el caos reinante con gestos graciosos y movimientos de cabeza. Detrás de la barra, ubicada al fondo, hay una greca enorme y broncínea sobre la cual posa sus garras un águila real envuelta en la niebla de una ebullición permanente. Alineadas en angostos anaqueles pegados a la pared, posan las botellas vacías de licores importados, en compañía de una colección multicolor de latas de cerveza que le imprimen un ambiente cosmopolita al lugar. Debajo de la estantería hay un espejo opacado por el tiempo, cuya refracción no alcanza a duplicar con fidelidad la sordidez del establecimiento. Sobre la barra descansan dos parlantes de alta potencia -acaso los objetos mas modernos del lugar- que no se cansan de emitir tangos, boleros, rancheras y canciones de despecho. Con todo, aun queda espacio en la barra para una horrorosa calabaza de plástico adornada con flores de papel anaranjadas y negras que anuncian de manera sombría la celebración del día de las brujas. El promedio de edad de la clientela está por los cincuenta y cinco años, de modo que los asiduos son en su mayoría pensionados en busca de compañía femenina, aunque sea a título precario. Sujetos con necesidad de que alguien los escuche así sea con cargo a una copa de brandy.

Jeimy regresó con la media de aguardiente, un plato con naranja cortada en cuñas, dos vasos pequeños y dos sodas. Luego se sentó a mi lado.

- ¿y vos cuánto medís?. -Me preguntó
- la cédula dice 1.88 de estatura, pero supongo que crecí un par de centímetros más después de los dieciocho.
- Pura estatura de basquetbolista. -Observó.

Entonces le conté que, en efecto, jugué baloncesto en el colegio, en la liga juvenil de Bogotá y luego en la universidad. Ahora sólo practico los miércoles por la noche y los domingos en la mañana, si no llueve.

- o sea que sos basquetbolista de verano. -me dijo con socarronería. Luego agregó orgullosa: -Yo también jugué básquet en el colegio.

Y así debió ser, porque Jeimy conserva el cuerpo espigado y armonioso de las muchachas de tierra caliente, muy propicio para el deporte.

- ¿en cuál colegio? –Insistí.
- en la Institución Educativa Isaza de la Victoria, Caldas.
- Yo estuve una vez en la Victoria, como a los 17 años de edad. Recuerdo que el calor era insoportable. –le dije para mostrar mayor interés.

Y entonces se me vino a la memoria un pasaje de “Pedro Páramo” donde se dice que Comala es un pueblo tan caliente, que cuando la gente de allí muere y se va para el infierno, el alma regresa por su cobija. La “Victoria” es mas caliente que Comala, pensé. Y es que ese municipio caldense está asentado en el fondo de un valle enclavado en el cañón del río la Miel, donde no corre la brisa para mitigar el bochorno. Allá todo es caliente, hasta la situación de orden público. Sin embargo su gente es cordial, generosa y dicharachera, como suelen ser los miembros de la estirpe antioqueña.

- mi profesor de educación física creía que yo tenía méritos para jugar en la selección femenina de Caldas. Era muy rápida en las descolgadas y buena para echar canastas de media distancia. –continuó Jeimy con su reminiscencia deportiva.

De golpe el rostro adusto de la mujer se tornó juvenil, como si los recuerdos de hace veinticinco años le hubieran insuflado frescura. Me contó que no pudo continuar en la escuela porque quedó embarazada a los dieciséis. Adiós Instituto Educativo Isaza, adiós selección femenina de baloncesto de Caldas……. Nos quedamos un rato en silencio. Pero en un cafetín está prohibido el silencio. Hay que sacar todo afuera, sobre todo los recuerdos que ayudan a limpiar el alma. Ella sirvió las dos copas de aguardiente y brindamos por el baloncesto.

En contraprestación a su confesión no pedida, le conté que mi papá me rumbó de la casa a los diez y nueve años, cuando me volé con una muchacha de diez y siete. Yo cursaba cuarto semestre de ciencias políticas en la Universidad de los Andes y tenía ideas libertarias que mi padre no estaba dispuesto a financiar, pues él, con mucho sentido común, consideraba que si yo quería continuar en esa línea, debía renunciar a las mieles de la “burguesía decadente”, mientras llegaba el nuevo orden social que pregonaba. “Debes ser consecuente con lo que piensas, con lo que dices y con lo que haces. Y, claro está, debes asumir las consecuencias de tus actos y pagar por ellos.” Eso, o algo parecido recuerdo que me dijo mi padre.

-fijate la coincidencia; ambos jugábamos basquet en el colegio y a vos también te rumbaron de la casa. -concluyó Jeimy.
-si, como en las vidas paralelas de Plutarco. -comenté distraído.
-¿Plutarco?, ¿y luego cuántas vidas tuvo ese señor para aguantarse un nombre tan feo?
-Muchas, pero no eran de él.

(CONTINUARÁ EN LA PRÓXIMA ENTRADA)
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Comentarios

  1. cuando te leo por esos misterioso recovecos del cerebro femenino, me pareces argentino...aunque la mentalidad de los respectivos habitantes es muy diferente............... me gusta mucho como escribes.............gracias Hilda Breer

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  2. por aqui en mi ciudad a esos viejos sitios le llamamos bodegones, solo que ya no hay chicas, ellas se fueron a las wuisquerias donde el trago es mas caro, los clientes con mayor poder adquisitivo, de todos modos, una "oreja" siempre tiene precio.
    saludos querido Peaton

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  3. Creo que los hombres tienen más facilidad de encontrar con quien hablar, a mi se me dificulta encontrar amigos (lo bueno es que tengo a mis amigos ciber más un hijo, un nieto y un sobrino internauta)no porque no haya quien esté dispuesto a hablar, sino que en poco tiempo la plática resulta tan insulsa, que preferiría pararme frente al espejo a platicar conmigo misma, y no estoy loca, Darío, por si lo piensas.
    Te quiero sobrino: Doña Ku

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  4. Hilda, Amalia, Tía Ku, tres extraordinarias mujeres cuya compañía daría para una inmejorable tertulia sempiterna. Y si, Abu, una "oreja" dispuesta no hay plata con qué pagarla.

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