Vanity fair en Usaquén
(Juegos pirotécnicos en Bogotá. Foto de H. Darío Gómez A.)
Tomo
prestado el nombre de la famosa revista del corazón, sin ánimo de banalizar el
glamour, y con la esperanza de no ser demandado por el uso "indecoroso" de su marca registrada. Pero es que, al fin de cuentas, la vanidad es patrimonio de la
humanidad, además de estar muy de moda por estos días en Usaquén, mi barrio. Allí los lujosos restaurantes de autor se han
convertido en enormes vitrinas a donde acude la gente chic de Bogotá, no tanto para disfrutar de la buena comida, como
para que la vean comer.
Sin embargo, tan presuntuosa afectación tiene sus inconvenientes: no siempre sus espectadores son trabajadores honrados, que, de paso hacia los restaurantes populares, tragan saliva al contemplar las viandas que disfrutan los comensales que exhiben sin pudor su riqueza ante la galería. Sucede que de golpe, un desharrapado (sin nada que perder) se acerca a la enorme vitrina donde una mujer elegante y hermosa degusta un carpaccio de salmón. El sujeto desmueletado pega lentamente su nariz asquerosa en el vidrio, saca la lengua con lascivia y le pica el ojo a la buena señora, al tiempo que extiende su mano mugrienta para invocar conmiseración. Este cuadro no dura más de diez segundos, justo el tiempo que demora en llegar la seguridad del restaurante para llevarse al “habitante de la calle” (ridículo eufemismo para designar a los marginados). Pero ya es tarde. El daño está hecho. La fealdad de la miseria ha caído como un moscardón en la sopa de la opulencia. ¡PLAF! La señora, congestionada, ya no digamos, aterrada, toma un sorbo de agua Evian y se retira por un momento al baño. Con notoria incomodidad, su acompañante deja la servilleta sobre la mesa, arregla su corbata Hermés, colección de otoño, y le exige al mesero que los acomode en otra mesa, lejos del ventanal de la infamia.
Sin embargo, tan presuntuosa afectación tiene sus inconvenientes: no siempre sus espectadores son trabajadores honrados, que, de paso hacia los restaurantes populares, tragan saliva al contemplar las viandas que disfrutan los comensales que exhiben sin pudor su riqueza ante la galería. Sucede que de golpe, un desharrapado (sin nada que perder) se acerca a la enorme vitrina donde una mujer elegante y hermosa degusta un carpaccio de salmón. El sujeto desmueletado pega lentamente su nariz asquerosa en el vidrio, saca la lengua con lascivia y le pica el ojo a la buena señora, al tiempo que extiende su mano mugrienta para invocar conmiseración. Este cuadro no dura más de diez segundos, justo el tiempo que demora en llegar la seguridad del restaurante para llevarse al “habitante de la calle” (ridículo eufemismo para designar a los marginados). Pero ya es tarde. El daño está hecho. La fealdad de la miseria ha caído como un moscardón en la sopa de la opulencia. ¡PLAF! La señora, congestionada, ya no digamos, aterrada, toma un sorbo de agua Evian y se retira por un momento al baño. Con notoria incomodidad, su acompañante deja la servilleta sobre la mesa, arregla su corbata Hermés, colección de otoño, y le exige al mesero que los acomode en otra mesa, lejos del ventanal de la infamia.
Y es que la ostentación es ofensiva. A mi modo de ver, la pequeña e inútil venganza del desarrapado de marras no es más que su respuesta a la humillación infligida, involuntariamente, si se quiere, por la mujer de marras. Ser rico no es un pecado. No hay que caer en las trampas del maniqueísmo. Allá cada cual con su conciencia acerca de la forma en que amasó su fortuna “sin convertir en harina a los demás” (como decía Mafalda). Sabemos que la solidaridad no cunde en ciertos círculos, y que la manida responsabilidad social empresarial (RSE, por su sigla) no es más que una entelequia para evadir impuestos y despercudir el rostro de la avaricia. Pero ostentar impúdicamente esa riqueza en un país donde semanalmente mueren de hambre 300 niños, (según un estudio de la Universidad Nacional de Colombia), si es una trastada.
Darío: Hoy me encuentro con una noticia, que imagino tú ya leíste: La renuncia del Papa.
ResponderEliminarSin tratar de ofender a quienes son católicos, creo que la ostentación tiene su sede en Roma y en éste país pequeño, pero poderoso, llamado El Vaticano, la riqueza se exhibe a diario en todo su esplendor. Los pobres pueden contemplar, como en un escaparate, todo lo que sus limosnas han contribuido a fomentar.
No sé lo que haya de fondo en al renucia del Papa, pero está demostrado que en el mundo de los negocios, este negocio también tiene caducidad.
Tal cual, tía Ku. La semana pasada nuestro procurador, un personajón venido del medioevo, casó a su hija en una iglesia vetusta, con misa tridentina (en latín, Lefebvre style) y con el cura de espaldas a la feligresía encopetada. El boato (copones de oro, amito, pieles, etc) y los excesos fueron la comidilla del fin de semana de nuestro jet set criollo. Todo un negocio millonario.
EliminarPara reflexionar este tema de la vanidad y más actualmente, vivimos tiempos difíciles pero hay que seguir saliendo adelante.
ResponderEliminarSaludos
David
Pd: He escrito un cuento en mi antiguo blog Cine para usar el Cerebro, se llama “Todos podemos ser gerentes”. Te invito a leerlo.
Vale, David, me pasaré por tu blog para leer tyu cuento
EliminarOtra razón más para seguir haciendo planes caseros o sencillos, sin ostentación, tipo La Florida. ;) Uno va allá para hablar y tomar algo rico, no para exhibirse y gastarse la quincena que no recibe porque decidió ser independiente y recibir plata cada vez que la billetera sonríe.
ResponderEliminarHola, querida Licuc. Tenemos que ir a la pastelería Arlequín. Hablamos.
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