El venezolano


(Parque del Brasil, Barrio de la Magdalena, Bogotá, D.C., fotos de H.D. Gómez A.)


Con ocasión de la visita a Bogotá de Henrique Capriles, opositor al establecimiento venezolano, se vuelve a ventilar (a falta de peores noticias) el expediente de  un remoto y absurdo conflicto entre colombianos y venezolanos. Sin embargo, el espectro inveterado de la violencia entre hermanos siempre será derrotado por el sentido común de dos pueblos que comparten el mismo destino. Sobre este particular el gran escritor venezolano, Miguel Otero Silva, escribió en 1975 lo siguiente: ¨ En estos desquiciados tiempos los periódicos suelen hablar con malvada ligereza de una posible guerra entre Venezuela y Colombia…… Nunca, repito, tendrá lugar esa pelea fratricida que los consorcios petroleros y los fabricantes de armas apetecen…¨

Y yo estoy de acuerdo con don Miguel, más aún cuando en la infancia hice un pacto fraternal con Alonso Morante, mi amigo venezolano. Esta es la historia de ese pacto.

A los diez años de edad todo en la vida nos resulta extraordinario. Una ciudad desconocida, el tipo nuevo de la clase, los vecinos recién llegados o bien un nuevo amigo, más todavía si es un niño extranjero. Durante las vacaciones de mitad de año del 72, conocí a Alonso en el barrio de la Magdalena en Bogotá donde yo vivía. Era un niño de mi edad, mirada apacible y acento musical. En los columpios del parque del Brasil nos observamos con desconfianza, pero luego nos integramos igual que gatos callejeros, merced a esa facultad automática que tienen los niños para crear lazos y que luego se pierde con la edad, como nos pasa con el pelo. Me intrigó su hablar cadencioso, así que le pregunté acerca de su origen. El me respondió que era venezolano, de una tierra desconocida, como dice el paseo vallenato de Carlos Huertas. Paseo vallenato (vallenato con v y no con b, valga la aclaración), es un delicioso ritmo  del Caribe colombiano y no un periplo con el hijo de una ballena. Perdonen la digresión.

El hecho es que aunque fuimos amigos inseparables durante esas vacaciones, no vimos la necesidad de saber nuestros nombres: yo lo llamaba simplemente, venezolano; y el me decía colombiano, a secas. 

– ¿A qué hora nos vemos mañana, venezolano? - le preguntaba yo; 
-- como a las diez, en el parque, colombiano, - respondía Alonso. 
Vale. - convenía yo

Supe que el venezolano se llamaba Alonso Morante y que era de Barquisimeto un día que lo invité a almorzar a mi casa, casi al final de las vacaciones, cuando mis hermanas, dignas encargadas de la inteligencia hogareña, sometieron al pobre extranjero a un interrogatorio  al mejor estilo de la agencia de seguridad del Estado. Me enteré por el mismo expediente que se hospedaba en la casa de una tía solterona cerca del Park way, y que era único hijo. Es decir, nada importante cuando sólo se trataba de jugar y callejear.

Por esa época estaba reciente el diferendo limítrofe con el vecino país por las islas de Los Monjes, ubicadas entre la península de la Guajira en Colombia y el Golfo de Coquivacoa en Venezuela; de modo que circulaba en el ambiente el infundio de una eventual contienda entre los dos países hermanos. Alonso y yo, que no sabíamos nada acerca de la guerra (aparte de lo visto en las películas que pasaban en la televisión), jugábamos a “darnos bala” desde nuestras trincheras invisibles, con tan mala puntería que nunca acertábamos a matarnos. Pero eso de la guerra cansaba mucho, y como al final ninguno de los dos quería morir primero, resultaba muy aburridor el juego. De manera que nos íbamos a la “Gata golosa” a tomar gaseosa.  

Hoy sabemos que es improbable una estúpida guerra fratricida. Pero entonces, en la óptica de nuestro candor infantil creíamos que algún día, cuando fuéramos mayores, tendríamos que enfrentarnos en la predestinada conflagración. De esta suerte nos comprometimos a que, cuando estuviéramos frente a frente en el campo de batalla (que nos imaginábamos en el puente internacional que une a Villa del Rosario de Cúcuta con San Antonio del Táchira), ambos utilizaríamos balas imaginarias e inofensivas, como las de nuestro juego en el parque del Brasil.

Alonso Morante debe ser hoy un prestigioso hombre de negocios en Barquisimeto, o un gran artista, o un sindicalista comprometido, o un médico, o un afamado ingeniero, o un intelectual, o un vago como el suscrito, qué sé yo. Eso sí, espero por su bien que no haya escogido la carrera de las armas, porque el uso de balas imaginarias arruinaría su reputación, o al menos mermaría peligrosamente su expectativa de vida por más arriscado que fuera. Sin embargo estoy seguro de que si algún día la soberbia de nuestros gobernantes (o candidatos a serlo) nos conduce a una guerra infame, Alonso y yo honraremos nuestro compromiso. Porque, al fin y al cabo, es menos aburrido ir a tomar gaseosa en la tienda del barrio con los amigos, que andar por ahí como insensatos echándose plomo con los vecinos. Cosas de niños.

Comentarios

  1. Darío: Ojalá las guerras fuesen tan amigables y tan breves como las que inventan los niños.
    Mi guerra pesonal, cuando niña, (¡uy, ya llovió y hasta cayó granizo!) consistió en que mi madre exigía que todos supieran que en casa éramos evangélicos. Aún cuando yo no sabía a ciencia cierta en que consistía dicha religión, todos y todas sabían que la niña Dorita era una "aleluya".
    Las chicas evitaban sentarse junto a mí, y los chicos, a veces, cuando salíamos de la escuela me gritaban: "¡tú mataste a diosito, maldita aleluya!".
    ¿Cómo es entonces, que para mitad del calendario escolar, compartíamos las loncheras, mis tres mejores amigas(por cierto muy católicas) y yo?
    Lo dicho: Las guerras de los niños suelen durar muy poco tiempo.
    Saludos "colombiano": Doña Ku

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  2. Sobresaliente página.
    Cordial y afable relato sobre los recuerdos de un hecho real de la infancia y que trasciende, por su contenido y mensaje, hasta nuestro presente.

    ¿Cuando aprenderemos a ser más universales?. Lo cual no quiere decir que perdamos el afecto y el amor por nuestro entorno más inmediato, por nuestra patria más chica. ¡Que bonito seria poder pasear por todo el mundo con la mirada limpia, una sonrisa y los brazos abiertos para estrechar a todos los SERES HUMANOS!. Iba a poner "semejantes" pero claro, algunos se creen distintos, superiores, con derechos sobre los demás...

    Un fuerte abrazo.

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    1. Si, querida Chela, tienes razón: nuestro único uniforme es esta sudorosa piel de humanos que cubre nuestra individualidad. Un abrazo.

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