(Mi madre entre un par de amigas, ahora años. Foto familiar)
Hace un par
de años un reconocido laboratorio cosmético (¡siempre los laboratorios!) se
inventó una encuesta para hacerle creer a las mujeres que a los hombres nos
disgustan sus arrugas. Ante semejante despropósito, escribí un post que bauticé
“Reivindicación de la arruga, defensa de
la estría”. No obstante, acaeció que una amiga venezolana (hermosa, tal las mujeres que se crían silvestres en ese entrañable país) me hizo una
confesión perturbadora, como quiera que el espejito de mano
que siempre lleva en la cartera, indiscreto como el de la madrastra del cuento, le reveló sus primeras arrugas. -“Mi contextura robusta...... vaya y pase, he
aprendido a sobrellevarla; pero arrugas...... ¡qué horror!”- enfatizó compungida
en su correo electrónico. De suerte que consideré
pertinente desempolvar el escrito en cuestión para ponerle de presente el
encanto boticelliano de las mujeres rollizas, así como la dignidad de esa mutación natural (la arruga) que las sumerge en el mundo adulto, haciéndolas
aún más interesantes, así:
A mí me
gustan las mujeres de verdad. Me gustan las modelos bastantonas de curvas
generosas que aparecen en “Televentas”, tal como lucían antes de aplicarse el tratamiento para
eliminar el exceso de grasa abdominal o las estrías de las
caderas. Me gustan la arrugas precoces de las damas cincuentonas y sus
“patas de gallo” donde se columbra el uso intenso de la vida, para bien o
para mal -como dice el bolero- pero uso al fin, ejercido sin avaricia por
demás inútil.
Sin
embargo, en criterio de los laboratorios cosméticos Vichy, “la
arruga no es bella según ellos”; y para afirmar tal disparate, se apoyan en
el resultado de un estudio poco serio que dieron en bautizar con el embeleco
de: “Las arrugas de las mujeres vistas por los hombres”. ¡A mí que
no me incluyan en esa estúpida generalización! Pero la amañada encuesta es aún
más temeraria, al concluir que el único defecto que los hombres no perdonamos a
las mujeres –salvo a las madres y a las abuelas- son las arrugas. Falso. A los
hombres de verdad –no sólo a los de mi edad media, sino también a los más
jóvenes- nos gustan las mujeres de verdad, con sus estrías coquetas -que son
como huellas de la generosidad con que dan la vida, y a veces son signos de la
desmesura, qué más da-; y se nos van los ojos por las señoras con incipientes
“patas de gallo” que enmarcan sus miradas con un halo de inteligencia y
misterio. Nos gustan asimismo las damas con sus redondeces espléndidas de fruta
en sazón, en cuyos escotes se asoman tímidamente las líneas sutiles de la
dulzura.
De modo que
descreo en la encuesta de marras, y tengo para mí que fue dirigida a una
muestra de hombres “metrosexuales” o de modistos entecos, cuyo pobrísimo
concepto de la belleza femenina se limita a las modelitos anoréxicas de “Vogue”.
No podía ser de otra manera, es evidente, ya que la encuesta fue ordenada y
financiada por los laboratorios que producen las cremas anti arrugas.
Con
todo, estas perniciosas encuestas que no reflejan la verdadera opinión
masculina, logran calar en la sensibilidad de algunas mujeres en detrimento de
su autoestima que resulta injustamente vulnerada. Por eso les digo a las
mujeres de carne y hueso -más carne que hueso o más hueso que carne, todas
encantadoras-, que los hombres de verdad, los que las vemos pasar por la calle,
en la oficina o en el autobús, admiramos su belleza real, más allá de las
marcas que han dejado en su piel los besos lascivos de Cronos.
Claro está que existe uno que otro güevón que se toma en serio la
entelequia de que sólo la mujer sin arrugas es bella. Pero a ese le digo lo que
cantaba el poeta frances, Georges Brassens: "El que es güevón, es
güevón, la edad no tiene nada que ver"