(Ave marina. Foto de Rafael Gómez Bedoya)
El negocio de la venganza privada con recursos del erario, o sea, por cuenta de nuestros impuestos, es muy lucrativo. Y por ende, la continuación de la guerra por encargo. Pelechan
los traficantes de armas, los guerrilleros infames que financian sus
atrocidades con el narcotráfico, las bandas criminales neo fascistas al
servicio de intereses mezquinos y, cómo no, la fuerza pública (excluidos los
soldados y policías conscriptos que exponen el pellejo a cambio de nada) que
recibe sus prebendas del jugoso presupuesto anual para la defensa, cercano a
los treinta billones de pesos, sin contar los recursos que recibe del Plan Colombia
y otras fuentes.
Las cuentas para el resto de los colombianos, sin embargo, no cuadran:
cientos de niños bomba armados de manera cobarde por la guerrilla para que explote en átomos su inocencia, innumerables desmembrados por las tenebrosas “bacrim”, miles
de soldados regulares (no profesionales) utilizados como señuelo por sus superiores para que
caigan en las celadas terroristas y que luego son devueltos a sus madres en
pedazos o en un cajón cubierto con la bandera de una patria indolente que les
niega el mínimo bienestar después de haberlo dado todo por ella, en fin, diez
miles, o mejor, cien miles de desplazados por cuenta de la violencia inveterada que nos
asuela.
Sería interesante cuantificar las pérdidas, ya no digamos humanas, sino
económicas que produce la guerra. Al fin y al cabo para los economistas
neoliberales todo se reduce a plata. Quizá entonces también ellos verían que la
paz puede ser un negocio rentable.
De manera que antes de pasar por la urna, ocurre deliberar sobre la
utilidad de nuestro voto de cara al proceso de paz en ciernes. Por mi parte, daré un voto de confianza para que
algún día se acabe la guerra en este país tan atribulado por las armas.
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