Circo sin nombre
Conocí el circo cuando cumplí diez años. No digo “a la tierna edad de diez años” , porque entonces había fallecido mi madre y yo era un mocoso insoportable, endurecido por la orfandad prematura atizada por la rigidez castrense de mi padre. De tierno no tenía sino el pellejo. Lo cierto es que el “Tihany” , así se llamaba el circo, estableció su campamento de tres pistas (con su aviso luminoso como de casino de Las Vegas) en un baldío de la carrera séptima con calle veinticuatro, en el barrio Las Nieves de Bogotá, donde todavía subsiste un estacionamiento que los domingos se convierte en el “mercado de pulgas de San Alejo” . Tengo la impresión de que no fue un espectáculo extraordinario para mi alma infantil, ya que sólo me quedaron recuerdos caliginosos de bailarinas con trajes diminutos y penachos multicolores, y de unos payasos que realizaban su número en un pequeño auto convertible con un telón de fondo donde proyectaban una película que simulaba una persecución,