(Foto de H. Darío Gómez A.) Un espectro se cernía sobre Bogotá durante la primera década del siglo pasado: el espectro de la clase obrera. Para conjurar ese fantasma y “A mayor gloria de Dios” , cómo no, la Compañía de Jesús importó de España a mediados de 1910 al padre José María Campoamor, S.J., quien debía establecer una obra social que lograra "la redención moral, económica e intelectual de la clase obrera" , es decir, adoctrinar a los trabajadores y a sus "Marías" para que no surgiera de su seno, pongamos por caso, una Flora Tristán, una Rosa Luxemburgo o peor aún, una vernácula María Cano que pusiera en peligro la propiedad privada. En otras palabras, se buscaba aplicar la doctrina social de la iglesia contenida en la encíclica “Rerum Novarum” del papa León XIII, con el fin de erradicar cualquier brote comunista del incipiente movimiento obrero capitalino, cuyas condiciones de vida bastante precarias constituían un caldo de cultivo (como dice
(foto de inciclopidia.wiki.com) Tengo varias frustraciones en la vida: una de ellas es que nunca aprendí a chiflar; otra, no saber jugar al tejo. Por cuenta de la primera fui un marginado social durante la infancia, pues todos mis amigos sabían chiflar; y por la misma causa creo haber perdido (hasta el día de hoy) más de doscientos autobuses que hubiera podido parar a la distancia con el recurso infalible del chiflido. Ahora bien, en cuanto a la segunda, lo de no saber jugar al tejo, es una frustración más esotérica si se quiere, por sus implicaciones prácticas en la vida y por el hecho, acaso banal, de ser considerado el deporte nacional de mi patria, por ley de la República. Me explico: el jugador de tejo, más aun si es el careador (o sea, el duro), tiene una destreza envidiable para lanzar el tejo (un disco metálico parecido a un pequeño ovni) y dar justo en el bocín (un tubo metálico enterrado en arcilla y coronado por mechas de pólvora que estallan al primer impact
Yo, francamente, supe hasta hace pocos años que el juego de palabras que utilizaba mi padre por chacota, para ponernos a pensar, se llama jitanjáfora. Es una figura gramatical que trastoca de manera deliberada las palabras para obtener un significado absurdo. Este artificio retórico aprovecha convenientemente el disparate y, en tal virtud, es caro a los niños que lo disfrutan más que la aburrida semántica. Según los entendidos, “una variante de este recurso vanguardista, consiste en alterar la morfología de las palabras dislocando sus morfemas y pasándolos a otras palabras adyacentes”. ¡Ah, caramba! En nuestra querida patria, un viejito que como estadista fue buen escritor (en su gobierno perdimos a Panamá mientras el rimaba de lo lindo), por buen nombre José Manuel Marroquín ( 1827-1908) , cultivó el juego de palabras en la modalidad antedicha. De su puño y letra es conocida la siguiente jitanjáfora: La Serenata “ Ahora que los ladros perran, ahora que los ca
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