Acerca de un paraguas

(Créditos foto: de C. Fuentes, www.flickr.com)


El paraguas es quizá el activo más volátil del inventario personal (y lo de volatil se dice en sentido literal), ya por causa de nuestro olvido desagradecido cuando cesan las lluvias, ya por su mala calidad venida de China, que no resiste un ventarrón que rasga la tela negra y voltea patas arriba el varillaje, como si se tratara del esqueleto de una antena parabólica a merced del vendaval. No es infrecuente ver en las calles bogotanas el cadáver abandonado de un paraguas, con su armazón despachurrado y las alas rotas, como un gallinazo estrellado contra el pavimento.

Con todo, sólo se aprecia el verdadero valor de un paraguas cuando llueve. Y eso lo saben los ladrones circunstanciales de paraguas que están pendientes del menor descuido de su dueño para apañárselo.  El viernes pasado, en la mitad de un aguacero y mientras cobraba un cheque en el banco, me robaron el que había dejado a la entrada secándose. Mi ira santa no se desató por el valor comercial del adminículo, una bicoca, sino por la proverbial mojada que tuve que soportar hasta llegar a la oficina. Recordé entonces, con malas pulgas, la rima que le compuso  Jorge Pombo, por allá a principios del siglo pasado, a su friolento y malgeniado vecino, Pío Calahorra, cuando le robaron en la calle real (carrera séptima) de Bogotá la capa que lucía con orgullo. Dice así el verso:

“Un ladrón impenitente
Robó la capa a don Pío
Y yo no he visto, francamente,
Viejo que más se caliente
Cuando comienza a hacer frío”

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