CRÓNICAS DE CAFETÍN
(Foto de H. Darío Gómez A.)
II- La vendedora
de “rifas exclusivas.”
Esta mujer que entra al cafetín con el jardín puesto no es
una copera, pero ejerce el comercio en su mismo entorno laboral. Ciertamente
“Mi Viejo Alemán” es su fuente de clientes cautivos, y esto último se afirma
en sentido literal. De manera que la vendedora de “rifas exclusivas” atiende a
sus anchas en las mesas del lugar.
Hacia las seis de
la tarde la muchacha inicia su jornada laboral con una escandalosa entrada al
cafetín. En efecto, su cuerpo
curvilíneo, como el de la Venus de Rubens, causa alboroto en la estancia cuando
los asiduos voltean a mirar, todos
a una y sin pudor, las redondeces que adornan su vestido ajustado. El perfume
de flores que rezuma la mujer cautiva de inmediato a los clientes, casi todos
de la tercera edad. Don Fabio, el embolador, mientras brega por lustrar mis
botas de cuero graso, adivina la curiosidad en mi rostro y dice, sin necesidad
de preguntarle, que su nombre es Berenice, la vendedora de unas rifas "muy
exclusivas”.
“¿Berenice vende lotería y chance?”,
indago.
“No, señor. Ella rifa plata en efectivo”
“¿O sea que la rifa juega con el número de alguna
lotería?, insisto.
“No, señor. Juega con el número de la
boleta”, refunfuña.
“¿Y quién responde por el premio si uno
gana?”
“Pues, Berenice”, confirma el hombre con
algo de molestia por mi duda impertinente.
La mujer se acerca
a una de las mesas, saluda a tres ancianos de beso y se acomoda junto a ellos.
Le brindan un aguardiente que ella acepta sin remilgos y despacha de un solo
trago. Entonces extrae de su cartera un talonario y comienza a llenar las
colillas con los nombres de cada uno. Les entrega las boletas y ellos pagan
sin preguntar, con la fe del carbonero.
“¿Cuánta plata rifa Berenice?”, le pregunto a Don Fabio.
“Medio millón de pesos”
“¡Una fortuna!”
“Sirve para un desvare”, afirma el
embolador con gesto mohíno.
“¿Y cuánto vale la boleta?, indago.
“Cinco mil”
Berenice es nombre
de princesa judía. Hubo una, hija de Herodes Agripa, cuyo encanto embelesó al
Emperador Tito. Es de suponer, entonces, que era tan guapa como nuestra
vendedora de cafetín. Estando en
tales divagaciones me da por buscar en el Google de mi teléfono celular, y encuentro que Berenice es un nombre
de origen macedonio que significa “portadora de la victoria”; concluyo, así, que el suyo es un nombre predestinado a una mujer que vende rifas
exclusivas en los cafetines de la novena o para una gitana que dice la buena fortuna. Ahora bien, a riesgo de teorizar sin fundamento, asumo que las boletas
que vende Berenice no tienen mucha probabilidad de ganancia para los
compradores que cifran sus esperanzas, ya no digamos en la buena fe de la
muchacha o en la felicidad efímera que dan los premios en metálico, sino en la
ilusión de volverla a ver.
Entre tanto, en los parlantes del local suena un tango que se duele porque “la pastora se ha caído al pedregal de donde ya no volverá porque una estrella la llevó donde se va sin regresar”.
Entre tanto, en los parlantes del local suena un tango que se duele porque “la pastora se ha caído al pedregal de donde ya no volverá porque una estrella la llevó donde se va sin regresar”.
Berenice, menos
bucólica que la pastora de la canción, sabe que el tiempo es oro. No bien ha
vendido su rifa a los ancianos, se levanta de la silla, se despide con un beso
soplado al aire, y camina rumbo a la calle entre las mesas, contoneando sus
caderas, a sabiendas de que los clientes habituales del café, incluido un tío
que sale frecuentemente al zaguán para fumar, sueltan un suspiro cada vez que
Berenice entra con el jardín puesto a “Mi Viejo Alemán”.
III- El embolador.
Don Fabio es el embolador en
jefe de “Mi Viejo Alemán”, un cafetín sin muchas ínfulas de la carrera novena
con calle 16. Con todo, el sitio conserva su condición de ágora para los pocos
tertuliantes de gabardina y sombrero Borsalino que circulan todavía en el
centro de Bogotá.
“Mi Viejo Alemán” es un
curioso anacronismo que, haciendo honor a su dudosa auto denominación de club
social, congrega a los pensionados renuentes a permanecer ociosos en sus
hogares. Ganando el zaguán oscuro que separa la estancia de la carrera novena,
uno se topa de inmediato con las mesas metálicas, tan imbricadas, que apenas si
hay espacio para circular. Al fondo, a mano izquierda, está el mostrador con una
cafetera italiana cuyo aroma inunda el lugar. Todo se podrá decir de
“Mi Viejo Alemán”, pero su café es un regalo para los sentidos. El ambiente es
cálido y propicio para huir del frío de la calle.
Allí, en ese nicho de
nostalgia perdido en el siglo XXI, atiende Don Fabio a su clientela. Da gusto
verlo trabajar. Se trata de un hombre menudo, entrado en años, muy serio, cuya
barba cana infunde respeto. Al hacerle la señal, don Fabio acude hasta la mesa
y sin mediar palabra, con un gesto marcial, instala su cajón a mis pies. Un
toquecito en el zapato me indica que debo encaramar el pie sobre el cajón.
Obedezco. Entonces inicia la danza del cepillo removiendo las células muertas
del cuero curtido. Nomás con la primera cepillada se diría que ya le sacó todo
el brillo al calzado, pero no. Apenas comienza el ritual del trapo, restregando
el betún con movimientos circulares tan vigorosos, que se siente en los dedos
el masaje terapéutico que traspasa el material inerte del zapato. Luego viene
la segunda cepillada para sacarle nuevo brillo al calzado; mas, es un brillo
diferente, superior al inicial. Pero ahí no para la cosa. Cuando uno cree que
es imposible sacar más lustre, el buen hombre vuelve a embadurnar el zapato con
betún, lo riega con unas gotas de agua y repite la operación. Finalmente, con
un nuevo trapo y a dos manos, frota de manera enérgica la superficie, como
intentando resucitar las células muertas del material. Y sin duda lo logra.
Viene otro toquecito en el zapato que se interpreta como una orden
perentoria para bajar el pie del cajón y poner el otro sin demora con el fin de
repetir la operación.
Cuesta dos mil pesos este
renacimiento del calzado. Darle a los pies la oportunidad de reestrenar zapatos
vale lo mismo que un tinto. Sin embargo, esta es una dicha efímera, dura lo que
alcanza uno a caminar hasta la primera losa suelta del andén, esa, que al
pisarla escupe un chisguete de argamasa que pringa hasta las fibras
más íntimas del pantalón. Pero esos pequeños accidentes que ocurren en la vida
no están incluidos en la garantía de servicio de Don Fabio, el embolador en jefe de “Mi Viejo Alemán”.
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