La poesía del adiós



Cuando en 2008 el Director de la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Nacional de Colombia nos advirtió a los padres de los primíparos que, a lo largo de los cinco años de la carrera de nuestros hijos seríamos indistintamente sus actores,  asistentes de dirección  (arte, locación, vestuario, etc), auxiliares de producción (mandaderos, catering, etc) y aún productores (financiadores), pensé que se trataba de un chascarrillo del Director para romper el hielo en la sesión de bienvenida. Pero no. En efecto, durante su pregrado fui con mucha precariedad (que mi hijo Alejandro compensó con trabajo, esfuerzo y disciplina) todo eso y algo más que me resulta inconfesable.

Lo cierto del asunto es que, habiendo sido todo lo anterior, ya he perdido cualquier atisbo vergüenza, hasta el punto de atreverme a fungir de comentador del documental de Alejandro, titulado “La poesía del adiós”, que les pongo de presente a mis queridos amigos de “La pata al suelo”.

“Nadie muere realmente mientras haya quien lo recuerde”. Así reza un epitafio en la tumba de Natividad Solís en un cementerio de Cali. Acaso estas palabras resumen la complejidad de los sentimientos que acompañan la tristeza del deudo frente a la muerte del ser querido: remordimiento, tranquilidad, frustración, nostalgia, rabia, qué se yo. 

Un hacedor de lápidas, maestro de artes plásticas de la Universidad de Antioquia por más señas, comparte su visión de la muerte desde la estética, cómo no. Cada deudo, arguye el maestro, quiere plasmar en la lápida una imagen ideal del trance de su muerto hacia la eternidad: un ángel que le extiende la mano, su retrato de mejores épocas, el escudo del Atlético Nacional del cual era seguidor furibundo, en fin, una virgen que lo acoge amorosa en el portal del cielo.

Por su parte, un hincha del Santa Fé, en Bogotá, no cree en lápidas ni en tumbas; de suerte que se manda tatuar en un brazo la imagen de su parcero muerto por la intolerancia, para llevarlo siempre consigo.

En el cementerio de San Juan del Cesar, en la Guajira, un admirador de Juancho Rois, famoso acordionero y compositor vallenato, se duele de la pobreza de la tumba de su ídolo y opina que en lugar de un epitafio manido mejor hubieran grabado en su lápida la letra de una sus canciones.

El enterrador del cementerio de San Pedro, en Medellín, después de varios años de estar colocando lápidas en los columbarios, considera que los deudos quieren corregir en los epitafios las omisiones que cometieron en vida con el muerto:  palabras nunca dichas, sentimientos no expresados, perdones aplazados.  Concluye asimismo, que muchos epitafios reflejan la idealización de un muerto que en vida quizá no fue tan virtuoso como aparece inscrito en la lápida: padre amoroso, fiel esposo, inmejorable amigo.

Sea como fuere, en “la poesía del adiós”, para prolongar la memoria de los muertos, conviven en una misma lápida (si el término se admite) lo cursi y lo sublime, elementos tan disímiles como el escudo del Santa Fé y el epitafio del poeta J. Keats que nos recuerda con estoicismo admirable: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”

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