La ciencia de contar la ciencia
(Foto de Alejandro Gómez B.)
Bien
se sabe por los textos de astronomía que eso que llamamos tierra es
una pelota medio desinflada en los polos que gira alrededor del sol a
una distancia media de ciento cincuenta millones de kilómetros y que
alrededor suyo gira, a su vez, un pequeño satélite, la luna, a la que
los perros ladran con tozudez digna de mejor causa creyendo –los pobres-
que es un enorme queso gruyere suspendido en el cosmos a una distancia
media de trescientos setenta y cinco mil kilómetros.
Todo
eso está muy bien cuando se tiene el libro de geografía abierto. Pero
cuando toca recitar la lección en el tablero, un sujeto desmemoriado
como yo empieza a padecer erisipela, transpira profusamente y no
acierta sino a emitir sonidos inarticulados parecidos a los de una oca.
Así, entre mi gusto por la geografía y el terror por la picota pública transcurría mi clase con el profesor Lizcano, en el colegio Calasanz, hasta que el maestro Próspero Pinedo –a quien contrató mi padre en buena hora para que yo no perdiera la materia y por ende el año- me regaló un libro de H.G. WELLS titulado “Breve Historia del Mundo”.
Así, entre mi gusto por la geografía y el terror por la picota pública transcurría mi clase con el profesor Lizcano, en el colegio Calasanz, hasta que el maestro Próspero Pinedo –a quien contrató mi padre en buena hora para que yo no perdiera la materia y por ende el año- me regaló un libro de H.G. WELLS titulado “Breve Historia del Mundo”.
Aprendí en el libro de marras que “si nos representamos nuestra tierra como una pelotita de una pulgada de diámetro”,
es decir como un huevo de codorniz, la luna vendría a ser como una
alverja ubicada a setenta y seis centímetros del huevo, y que, en
consecuencia, el sol de mi modelo sucedáneo -utilizando la misma escala
astronómica- sería un globo de tres metros de espesor, o sea, casi del
tamaño de la esfera hueca de los motociclistas, acróbatas de la muerte,
del circo Tihany que se plantaba junto al coliseo El Campín,
a doscientos noventa y dos metros de distancia de la casa de Parodi, mi
compañero de cuitas en el colegio, que vivía en el barrio Nicolás de Federman,
como quien dice a tres cuadras –o seis tiros de piedra, en fin- del
circo, asumiendo, en gracia de discusión, que nos estuviéramos comiendo
la ensalada de huevo de codorniz con alverja en la cocina de su casa.
De
ese tenor o algo parecido fue la nemotecnia que me ayudó a pasar el
año, no obstante mi dificultad de comprensión de las grandes magnitudes.
Pero es que la ciencia, creo yo, no sólo debe ponernos en contexto para
saber de qué "totalidad" formamos parte, sino que también debe
acercarse al mundo conocido del niño –un científico en ciernes- para
cautivar desde allí su atención, como hace el libro de Wells que, al fin
y al cabo, ya había puesto en 1901 “los primeros hombres en la luna” merced a la Cavorita, esa sustancia anti-gravitatoria inventada por el Dr. Cavor a costillas del empobrecido Mr. Bedford. Pero ese es otro cuento.
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